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miércoles, 11 de noviembre de 2009

La Universidad española y la crisis

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La Universidad española y la crisis

Se supone que la Administración, al menos la Administración central, estaba muy interesada en invertir en I+D, un sector estratégico por su propia naturaleza y en el que España sufre un retraso atávico. Algunas cosas se habían hecho –es indudable que la inversión lleva 30 años aumentando de manera casi continua-, pero la crisis económica se ha llevado por delante –y más que se llevará- toda expectativa de aumento en el gasto. Algunas comunidades autónomas, como no hay dinero, están recortando en un 20% o 25% los presupuestos destinados a las Universidades (o amenazan con hacerlo). También se están cerrando programas autonómicos de I+D o restringiéndolos considerablemente.

Estos objetivos de I+D de calidad de la buena se completan con una doble corriente impulsada desde el Ministerio de Ciencia e Innovación: eliminar programas de I+D a mansalva porque no hay dinero y buscar investigación únicamente en comandita con las empresas españolas, para que la investigación tenga aplicaciones prácticas y, en la medida de lo posible, sea rentable en el medio plazo.

Y oigan, la verdad es que está muy bien eso de crear “Universidad-empresa”, pero hay que tener presente de qué empresas, y de qué país, estamos hablando. Empresas que en su vida han innovado lo más mínimo –porque han vivido siempre de situaciones monopolísticas y tratos de favor por parte del poder político- ahora van a explicar a la Universidad española cómo se innova.

Y no es que la Universidad haya sido hasta ahora una alumna particularmente aventajada en esto, pero había mejorado sustancialmente desde los años 80. A diferencia de las empresas, que acogen estas ayudas estatales más o menos de la siguiente manera: se buscan un “partner” universitario, esperan a que el Estado les suelte las millonadas que suelta a la “Universidad-empresa” y luego con ese dinero –en  el mejor de los casos- genera una patente privada con dinero público. En el peor, adaptará un modelo ya existente, lo llamará “Hispamodelo Ibérico” y con eso justificará la subvención, o directamente se la gastará sin dar cuentas a nadie (esto último es algo muy propio del I+D en España; el papeleo para solicitar la subvención es farragosísimo, pero después no hay ningún tipo de seguimiento, auditoría o comprobación de si se ha llegado a algún tipo de resultado o, al menos, se ha trabajado en lo que se decía que se iba a trabajar, o se ha trabajado).

Por si estos problemas, económicos y de enfoque, fueran pequeños, el sistema universitario está entrando todavía más en crisis merced a la manera con que las universidades están abordando la nueva –y ridícula- reforma del Plan de Estudios, el denominado “Espacio Europeo de Educación Superior”, evolucionado de la Declaración de Bolonia de 1999. Como siempre pasa en estos casos, lo de la Declaración de Bolona es mera palabrería insustancial, y depende de las instituciones académicas de cada país cómo enfocar dicha reforma. Pues bien, en España, para que Ustedes lo entiendan, y resumiendo mucho: Bolonia consiste en aplicar el espíritu, los métodos y los medios de la Logse a la Universidad (con el consiguiente estrépito entusiasta de la afición).

Eso sí, con presupuesto cero, e incluso “menos 15%”, según los casos. Universidad europea con presupuesto africano (vaya, como la Logse) combinada con estúpida retórica psicopedagógica centrada en la gigantesca subnormalidad que es la expresión “aprender a aprender” (ahora, en la Universidad, los chavales ya no aprenderán nada, tiernos infantes de 20 añillos como son: únicamente aprenderán cómo aprender algo posteriormente, cuando trabajen como becarios en alguna empresa).

“Aprender a aprender” significa que ahora los créditos contabilizan no sólo las clases, sino también el tiempo que supuestamente dedicarán los estudiantes a prepararse las asignaturas y a realizar los trabajos. Si tienen que leerse un libro, esto hay que incluirlo en el cómputo global (hay Universidades que consideran que el ritmo promedio es de cinco páginas por hora, para que se vayan haciendo una idea); si tienen que prepararse un examen, o realizar un trabajo, o participar en el Aula Virtual, ha de computarse. Todo con tal de “aprender a aprender”, se supone que ahora el profesor proveerá a los estudiantes de las herramientas para aprender y ellos, mágicamente, aprenderán. Lo que no hará el profesor, o no tanto como antes, será dar clases, porque, claro, en las clases aprendes (a veces), pero no está nada claro que “aprendas a aprender”, que es lo importante. Añadan a esto el escaso entusiasmo que muchos profesores universitarios tienen por la docencia, súmenle que, en la mayoría de las ocasiones, la distribución del tiempo dedicado a cada cuestión (incluyendo las clases) depende del profesor y podrán imaginarse el resultado.

Claro que también podríamos tomarnos Bolonia por el lado bueno y decir: “¡qué caray! ¡Cáspita! ¡Yo también quiero aprender a aprender, incluso aprender a aprender a aprender a aprender, si se tercia!”. Hacer uso de la supuesta gran ventaja de Bolonia –su flexibilidad- para que, en efecto, sea una ventaja y la asignatura sea mejor.

Supongamos que esto es así, que hay un profesor al que la mera idea de aprender a aprender le pone cachondo, le encanta planificar sus asignaturas y desglosar el temario y la evaluación en cientos de epígrafes y subepígrafes. Para preservar su anonimato, llamaremos al interfecto Guillermo L. (o, mejor, G. López). G. López es profesor de Opinión Pública en una Universidad española. Cuando llega el Boloniazo, G., el muy cabrón, decide que dedicará parte del tiempo subdividir a la clase en dos grupos, según preferencias, en sendos seminarios monográficos, uno dedicado al estudio de las últimas Elecciones Presidenciales de EE.UU. y otro a la revisión y debate de la Teoría de la Acción Comunicativa de Jürgen Habermas (cuando el 99% de los alumnos pretenden apuntársele al primer seminario, G. ejerce su poder omnímodo y obliga al 49% de la clase a cambiarse al seminario del pesado de Habermas).

Aquí llega el primer problemilla: presupuesto 0, recuerden. No hay forma de traer a ningún invitado de fuera. Pero, claro, con presupuesto cero tampoco es plan de ir por ahí invitando a gente a la que no puedes pagarle. Que sí, que es muy bonito eso de ir a dar una charla en la Universidad, muy académico y todo eso. Pero por muy buena voluntad que tenga la gente, podrás pedirles que vengan “de gratis” la primera vez, pero no hacer de ello una costumbre. Al final, lo más probable será que todo el seminario lo dé el profesor íntegramente.

Y recordemos, puesto que se está subdividiendo una clase, que una de dos: o el profesor da el doble de docencia (suponiendo, claro, que haya aulas donde ubicar ese desdoblamiento) o los alumnos reciben la mitad de clases. Y esto, en un modelo, el de “aprender a aprender”,donde las horas de clase ya escasean. Al final, más de uno acabará tirando el maldito seminario monográfico a la basura y lo sustituirá por algún texto de 30 paginillas para que los alumnos se lo lean en las seis horas que iba a durar el seminario.

Con independencia de la calidad de la formación que se les dé a los estudiantes, la reforma también les encaminará, casi inevitablemente, a complementar el estudio de la licenciatura (ahora denominada “grado”) con un máster o posgrado oficial. Estos masters, organizados por las propias Universidades y con reconocimiento oficial de la Administración, son más baratos que los másters privados que hasta hace bien poco campaban a sus anchas en la Educación Superior (y que ahora están desapareciendo precisamente por la competencia de los másters oficiales).

Hasta aquí todo perfecto; el problema es que, como siempre en la Universidad española, la mayoría de los estudios de máster acaban siendo una componenda entre decenas de profesores de varios departamentos, cada uno de los cuales negocia al grito atávico de “qué hay de lo mío”. Y recuerden el omnipresente comodín del “presupuesto cero”, que impide contratar profesorado externo, con lo que los profesores del grado son, también, los profesores del máster (y en algunos casos, no por habituales menos dignos de admiración, los profesores del máster imparten exactamente lo mismo que ya impartieron en el grado).

Se unen aquí tres problemas de base: pretender que la Universidad sea una Formación Profesional para las empresas (cuando la Universidad ha sido siempre, particularmente en las Ciencias Sociales y las Humanidades, algo muy distinto); escuchar los cantos de sirena de los ineptos psicopedagogos que hicieron la Logse (y que, entonces como ahora, se caracterizan porque no han dado clase en su puta vida, salvo “clase” de psicopedagogía, esto es, “enseñar a enseñar”); y, finalmente, hacerlo todo sin un mísero duro, situación que ya venía de lejos pero que ahora, con la crisis, se agravará exponencialmente.

Guillermo López en http://www.lapaginadefinitiva.com/

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