'Soy

martes, 9 de marzo de 2010

La agonía de la Universidad

Para soslayar, en parte, el tenebroso título de pesimista sin remedio con el que algún que otro colega, sobre todo si es joven, se apresura en dedicarme por el adjetivo que encabeza estos párrafos, acudiré a la aclaración que el maestro Unamuno, en parecido trance, recordaba. Nadie mejor que un catedrático de Griego que, además, vivió siempre en compañía de tal afirmación. Agonía, escribió Don Miguel, es lucha. Agonizar tiene un alto grado de luchar. Pero, nos advertía. Lucha contra la muerte y también lucha contra la vida misma. Lo específico del gran desencantado de la política de su época estaba en que su discrepancia era con la misma España que le tocó vivir. En nuestro caso y aunque, con modestia, algo de eso también puede haber, nos quedamos con una parcela del problema: la Universidad.

Cualquier profesor que diera sus primeros pasos en la Universidad desde los primeros años de la década de los sesenta sabía muy bien lo que le esperaba. Pobreza económica durante largo tiempo (y hablo de algo así como quinientas pesetas al mes), elaboración de una meritoria tesis doctoral, salidas de investigación en el extranjero, nombramientos renovables, oposiciones en su Facultad para obtener plaza de profesor adjunto, continua dedicación a la investigación con la docencia de clases prácticas, conocimiento de idiomas y, por último, realización de terribles oposiciones en Madrid para intentar obtener plaza de catedrático numerario. Piénsese que, a la sazón, no había nada más que doce Universidades en el país, ende doce plazas que aparecían tras alguna jubilación, compitiendo con aspirantes normalmente bien preparados a lo largo de seis ejercicios superables uno a uno y ante un Tribunal de cinco catedráticos de la asignatura. Publicidad requerida y, en fin, necesidad de tres votos como mayoría de los miembros juzgadores. Realmente una auténtica tortura inolvidable.

Con razón Unamuno, con referencia a la fiesta nacional taurina, calificó este sistema como «segunda fiesta nacional». Sin duda pudieron darse errores y presumo que, en la actualidad, ninguno de aquellos protagonistas querría que se volviera a tal sistema.

En segundo lugar, esos 'supervivientes' conocimos el proceso de masificación de alumnos. El desarrollo económico también llegó a la Universidad. Y tengo para mí que la solución que arbitrara la Ley de Villar Palasí, creando los llamados Colegios Universitarios en los que realizar los primeros años de las licenciaturas, no constituyó ningún desacierto. Lo malo aparece cuando, por razones localistas o políticas, las ciudades con tales Colegios consiguen convertirlos en nuevas Universidades. Y éstas aparecen sin los necesarios requisitos académicos para ello (hospitales para prácticas médicas, bibliotecas bien dotadas, profesorado que se improvisa entre profesionales de la ciudad, carencia de espíritu o tradición universitaria, etc.). Resultado: absurdamente se estima que la Universidad es la salvadora de todos los males y existencia totalmente desequilibrada de nuevas creaciones, a veces con una hora de distancia entre ellas. Ni un hogar sin lumbre, ni una ciudad sin Universidad. El mal llega hasta nuestros días.

La llamada Ley para la Reforma Universitaria del ministro Maravall fue el golpe final. Se opta por la cantidad y no por la calidad bajo el argumento de la hegemonía del principio democrático, con desvergonzado olvido de aquel otro que debe ser prioritario: el meritocrático. Y, claro está, viene el aquelarre que lleva a la agonía. Las oposiciones se sustituyen por pruebas en las que reinan localismo y amiguismo. Por necesidades del crecimiento de alumnos, alguien que termina la licenciatura en septiembre puede comenzar a impartir clases teóricas en octubre. Al romperse el ámbito que toda democracia debe tener, todos (por supuesto incluidos alumnos y personal de servicio) tienen voz y voto a la hora de hacer un plan de estudios o de nombrar a alguien Doctor Honoris Causa. Sindicatos y partidos condicionan con sus votos a quienes aspiran a un cargo de gobierno. Por aquello de la cantidad la Universidad se puebla de masters, postgrados (¡a miles!), cursos que suelen ser partes de la asignatura y, al final, sólo importa el título que suele conducir al paro.

¿Cómo se sale de esta situación, según la cual resulta que Europa nos acaba de advertir que no tenemos ni una sola Universidad entre las cien mejores del mundo? ¿No se nos cae la cara de vergüenza ante tan maravillosa clasificación? ¿Es que también Europa es pesimismo y resulta que estamos en el error quienes un día cantamos el Gaudeamus Igitur y otra vez «son ellos» los que «no nos entienden»? Mientras llega eso que llaman Bolonia y que va a curar nuestros males, y lo va a hacer a coste cero y con lamentables rebajas presupuestarias a nuestra investigación, no me arrepiento al hablar de agonía.

MANUEL RAMÍREZ. Catedrático de Derecho Político de la Universidad de Málaga (Artículo publicado en el diario SUR de Málaga)

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